Camino sin rumbo al ritmo de las olas. Los últimos rayos del
sol se reflejan en el mar. Siento cómo me envuelven en un abrazo cálido e invisible.
Echo la cabeza y los brazos hacia atrás y permanezco así unos instantes, sintiendo
cómo se recarga mi energía. Hasta que se me cae el sombrero de paja. Se rompió
el momento mágico. Me apresuro a recogerlo antes de que la brisa me haga correr
detrás de él. Al agacharme veo una botella verde de plástico medio enterrada en
la arena. Me llama la atención lo que parece un papel amarillo en su interior. Con
los dedos escarbo un poco, cojo la botella y compruebo que, efectivamente, contiene
algo. Con cuidado desenrosco el tapón.
-
Qué
gracia –murmuro para mí-. ¡Una botella de náufrago!
La vuelco pero el papel no sale. La agito, primero con
suavidad, luego con más fuerza. Tampoco. Miro alrededor pero ya queda poca
gente en la playa y nadie me está observando, así que no me siento tan ridícula.
Me siento sobre la arena e intento meter los dedos. No funciona. Sólo cabe uno,
así que no puedo hacer pinza. No hay más remedio que destrozar la botella para
que me revele su contenido. Ya picada, cojo las llaves del coche y empiezo a
golpearla sin piedad hasta que el
plástico se va resquebrajando. Consigo hacer un pequeño agujero y voy moviendo
la llave como si fuera un cuchillo. Finalmente ¡lo conseguí! La botella queda
partida en dos.
-
Seguro
que no es nada, verás, un chiste que ha escrito un gracioso o algo así –me digo
a la vez que voy desdoblando el papelito dichoso.
En una tinta verde, algo desvaída, y en una escritura clara,
aparecen unas diez líneas. Empiezo a leer con curiosidad. Una poesía. Sentada
en la orilla, con el sonido de las olas de fondo y la inmensidad del mar ante
mí, el escenario perfecto para leer un poema de amor. Lo leo y lo vuelvo a leer
una segunda vez. El autor lo dedica a una mujer, al dolor de su ausencia. No sé
quién es y, sin embargo, lo entiendo. Sus palabras me envuelven y me hacen
evocar otras ausencias. Levanto la mirada. Los rayos de sol se han ido. Me
incorporo y continúo mi paseo. Mi energía se ha transformado en nostalgia. Y no
quiero sentirme nostálgica. Estoy hasta el moño de la nostalgia.
Camino con más rapidez para recuperar mi energía. Sacudo los brazos
para sacudir la nostalgia. Paso por una papelera y, por un momento, pienso en tirar
allí el papel amarillo y sus versos nostálgicos. Pero me da no sé qué.
Realmente no es mío.
-
¿Y
por qué no? ¿Y si me lo hubieran escrito a mí y por eso lo he encontrado? A
ver, seguro que alguna vez he inspirado estos sentimientos.
Ya más animada me guardo el papelito en la bolsa. En ese momento
el móvil empieza a vibrar con insistencia. Sonrío al ver que es mi hermana.
-
Nena
¿dónde andas? Te estamos esperando. ¿Te voy pidiendo una cerveza?
A lo lejos veo las luces del chiringuito. Me doy la vuelta y
allí sigue la papelera. Levanto la mano con el puño cerrado y la dejo caer para
abrirla con fuerza. Allí, en esa papelera cutre de la playa se ha quedado mi
nostalgia.
-
Verás
cuando se lo cuente, se van a reír.
Además, el poema termina diciendo «Sé que te encontraré». Pues eso. A disfrutar de mi cerveza,
que me la he ganado.
Julio 2017
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