sábado, 22 de abril de 2017

ELIGE UN LIBRO





Me encontraba rodeada por la oscuridad. Entre la penumbra me parecía distinguir un pasillo largo. Avancé despacio unos pasos. No sé cómo había llegado hasta allí. Al final se vislumbraba un rayo de luz difusa que se escapaba por debajo de lo que parecía una puerta. Seguí avanzando con cuidado. Sí, era una puerta. Me detuve ante ella, insegura. ¿Qué debía hacer? Por unos instantes me quedé inmóvil, pensando. No podía quedarme allí, sin hacer nada. Miré hacia atrás y sólo seguía la oscuridad. Así que no había más que una opción: empujar la puerta y llegar a la luz. A tientas busqué una cerradura, un pomo, algo que la abriera. Mis manos iban rozando la superficie rugosa, de madera, deduje. Nada. Respiré hondo y empujé, primero con suavidad y luego ya con fuerza. La puerta se abrió, silenciosamente, y yo seguí allí clavada mirando sorprendida, sin atreverme a moverme. ¡Libros! -exclamé en un susurro. Asomé la cabeza y vi más libros. Una enorme sala llena de estanterías de madera sobre las que se apilaban cientos de libros. Mi desasosiego fue desapareciendo y me atreví a entrar. ¡Estaba en una biblioteca! En una preciosa biblioteca. Las cuatro paredes que me rodeaban estaban cubiertas de bellos estantes de madera brillante que albergaban, no cientos, miles de libros.
En un extremo de la sala, se apoyaban un par de escaleras que permitían acceder hasta los últimos estantes. Entorné la puerta y me acerqué a la estantería que tenía a mi derecha. Libros de diferentes tamaños y grosor perfectamente ordenados por orden alfabético. Con suavidad fui pasando mis dedos por los lomos, susurrando los nombres.
-          ¡Jane Austen! -exclamé cogiendo el libro y pasando sus primeras páginas con cuidado-. Es una primera edición –murmuré con asombro.
De pronto sentí que había alguien detrás de mí y me giré de golpe. Un anciano de abundantes cabellos blancos me observaba risueño. El corazón empezó a latirme a toda velocidad, a la vez que me aferraba al libro, como si fuera un escudo.
-          Bienvenida. Soy el bibliotecario –saludó con amabilidad.
Por unos momentos no supe qué decir, hasta que me di cuenta de que había extendido su mano y me apresuré a dársela.
-          Veo que ha elegido un libro –dijo señalando el ejemplar al que seguía aferrada.

-          Sí, bueno, disculpe… Ahora mismo lo dejo… -acerté a balbucear.

-          No, no. Puede quedarse a leer, si lo desea. Tenemos unas butacas muy cómodas, allí, bajo la hache. Puede quedarse el tiempo que quiera.
Miré hacia donde señalaba. En mi incertidumbre ante la extraña situación, no me había dado cuenta de que en una esquina se extendía una zona de lectura que, efectivamente, invitaba a quedarse. Nos dirigimos hacia allí y nos sentamos, el uno frente al otro.
-          Si tuviera que elegir un libro, ¿sería ése el elegido? Sentido y sensibilidad. Buena elección, aunque se trate de un título mal traducido.

-          ¿Elegir un libro?

-          Sí –respondió con más fuerza-. Si tuviera que elegir uno solo ¿con cuál se quedaría? –y alzando el brazo, fue señalando con el dedo índice las cuatro paredes que albergaban los miles de libros.
Miré con cariño la portada. Descubrir a Marianne y Elinor había sido uno de los momentos más felices de mi vida. Había leído y releído su historia. Había reído y llorado con ellas, me había enamorado de Edward y del coronel Brandon. Pero ¿elegir uno? Recordé entonces aquella primera lectura de Los tres mosqueteros. Tendría yo unos catorce años. Me atrapó de tal manera que incluso me lo llevé al colegio para leerlo en el recreo, algo que no había hecho nunca. Mis compañeras de clase me miraron extrañadas y me dijeron que era un libro para niños. Intenté explicarles que la serie de dibujos animados de Los tres mosqueperros estaba muy bien, pero que el libro de Dumas era otra cosa muy diferente. No lo entendieron. Una de mis profesoras que oyó la conversación sí lo entendió. Y me animó a seguir leyendo otras obras del mismo autor. Y añadió una serie de escritores que disfrutaría descubriendo como Walter Scott, Emilio Salgari y Julio Verne. Seguí los consejos de mi profesora y, efectivamente, disfruté y pasé horas muy felices. Pero ¿elegir uno? ¿Sólo uno? Y, aunque de otra categoría, cómo dejar fuera El Coyote de Mallorquí, o las colecciones de El Corsario de Hierro, El Guerrero del Antifaz y El Capitán Trueno. ¿Y Tintín? Cómo dejarlo fuera. ¡Mil rayos! ¿Y Foster? ¿Y Kaye? Otros de mis autores británicos de culto ¡Y tantos otros! Imposible elegir uno.
-          Y usted ¿cuál elegiría?
Alcé la vista. La butaca estaba vacía. Miré alrededor de la enorme biblioteca, me incorporé, busqué, pero el bibliotecario de cabellos blancos había desaparecido. Volví a sentarme. Y mientras esperaba su regreso, me puse cómoda, extendí las piernas sobre un taburete de piel y abrí la primera edición de Sentido y sensibilidad. Y empecé a leer, por enésima vez, la historia de las hermanas Dashwood.
Algo sonaba a lo lejos. Un sonido insistente. Abrí los ojos y tardé unos segundos en reaccionar. Estiré la mano y apagué el despertador. Seguía viendo muchos libros, pero no eran los de la maravillosa biblioteca de madera brillante. Estaba en mi habitación, rodeada por mis libros. Un sueño –sonreí-. ¡Ha sido un sueño! Me levanté. Pasé suavemente los dedos por los lomos de mis libros. No, no podría elegir sólo uno.

Abril 2017

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